
jueves 14 de mayo de 2009
San José y el Niño en la Catedral de Lugo.
¡ 33 kilómetros !
La peor etapa o al menos yo estoy comprometido físicamente más que nunca antes.
¡Me duele todo!
Son las 17:45 y aquí estoy desmoronado en mi litera alta tomando coca cola.
Probablemente me quede en una pensión mañana para recuperarme un poco.
Esto le escribí en mi libreta de viaje en Lugo a esa hora y refleja exactamente como me sentía.
Al salir en la mañana de Cádavo con mis botas afortunadamente indemnes, me sentía muy capaz de realizar o incluso despachar rápidamente ese tramo y aunque era mayor distancia de lo habitual, confiaba cada vez más en mi adaptación al camino y al peso de la mochila.
Igualmente como ya se había hecho costumbre decidí caminar solo confiando en encontrar a mis amigos caminantes en alguna parte o ya en la tarde en el albergue de Lugo.
Para decirlo de una buena vez este peregrino comenzaba a sobrarse o confiar en demasía en sus capacidades.
La primera parte hasta Castroverde nuevamente fue con niebla y lluvia pero ya eso me gustaba. Evitaba sentir calor y me daba ánimo en la marcha.
En Castroverde desayuné en un bar cafetería y pude apreciar una vez más la buena costumbre de esas tierras de compartir una conversación al calor del café o incluso un coñac por la mañana.
Cosa que hacen tanto oficinistas bien trajeados como obreros en overol.
Igualmente aprecié la eficiencia de la mujer que atendía ella sola todo el negocio e incluso se daba maña para coquetear con algunos parroquianos.
Saliendo del bar descubrí en la plaza una fuente que me pareció extraordinariamente bien lograda y más en ese día lluvioso.
Ya al salir del pueblo comenzaron mis problemas.
En un tramo de carretera me confundí y no viendo señales partí en dirección contraria. Afortunadamente a poco andar me llamó la atención que algunos vehículos me hacían señales de luces por lo que decidí retornar a la última señal y reconsiderar el sentido. En eso estaba cuando un ciclista me orientó.
Más tarde aprendí que para llegar a Santiago había dos simples y seguras maneras de orientarse :
De noche seguir el camino de Santiago o la vía Láctea que lo marca en el cielo y de día “al oeste, siempre al oeste” siguiendo el sol.
Luego fue mucho caminar por el sendero rústico que me encantaba pero también muchas veces a la orilla de la carretera.
A mitad del recorrido encontré a Tom quien se recuperaba comiendo galletas y jugo. Al reanudar la marcha le envidié sus largas piernas que lo hacían avanzar casi sin esfuerzo por lo que pronto me dejó atrás.
Algo antes de Lugo se hacían obras en el camino por lo que las señas habituales nuevamente se confundían y tuve la opción de seguir por el borde de la carretera como me aconsejaba un aviso que marcaba 7 km para Lugo.
A poco andar apareció nuevamente una señal que me permitió alejarme del asfalto y retomar el sendero. Hasta ese momento era feliz y me sentía regocijado ya que además comenzaba a aparecer el sol entre las nubes.
Y cuando supuestamente estaba por llegar a Lugo - y especialmente al anhelado Albergue - siguiendo mis queridas señales, en una zona en obras se advertía que debía desviarme por peligro de explosiones.
Una flecha malhadada me señaló un desvío hacia la carretera más abajo. Después de esa traicionera señal no volví a ver nada que me llevara a recuperar “mi” camino.
No se si fue lo que ya había caminado o el perder el sentido de orientación pero en ese momento cayó un inmenso cansancio y agobio sobre mi. Sabía que estaba en las afueras de Lugo ya que era evidente por el tránsito y veía sus edificaciones en alturas a la distancia pero caminar por esas veredas y esquivar a los vehículos comenzó a desesperarme. Y sentía que mis fuerzas apenas me permitirían subir por una vez esas calles por lo que no encontrar el Albergue en ese primer intento sería un desastre.
Pregunté varias veces la dirección y se hizo evidente que al desviarme ya no podría volver al antiguo camino y realizar la entrada en lo alto de la ciudad por un puente romano, como recomendaba la guía. Mi única opción era seguir una penosa ascensión por calles con buena circulación de gente y automóviles.
Odié a los romanos y su costumbre de edificar ciudades en lo alto de cerros para fortificarlas y advertir a tiempo la llegada de enemigos.
En ninguna otra parte del camino debí solicitar tantas veces ayuda para saber por donde ir. Llegué a sentirme tan absurdo como si estuviera caminando en la Alameda de Santiago de Chile con mi mochila y bastón y preguntando por el albergue de Santiago de Compostela.
Finalmente me vi enfrentado a una imponente muralla de piedra y una puerta en ella.
Ya desfalleciente avancé y pregunté por última vez ese día por el Albergue de Peregrinos.
Esta vez le tocó a una hermosa y elegante mujer quien caminaba en sentido contrario. Recuerdo que me miró con algo de desdén o desconcierto inicialmente. Tal vez creyó que se trataba de una infortunada treta del tipo: ”¿Tienes fuego?” o “¿Donde nos hemos visto antes?”
Probablemente mi lastimero aspecto la ablandó y tuvo la gentileza de desandar su camino unos pocos pasos y mostrarme la entrada del anhelado local que estaba a 10 metros de donde la abordé.
Al inscribirme aproveché de quejarme con el Hospitalero por el desvío pero en su opinión los pocos metros de más que tal vez caminé no calificaban para nada.
Así me hizo sentir más encima quejica y llorón.
Para mi mayor desconcierto Monsieur Paul estaba rozagante y ya bien instalado. Por suerte me acogió con simpatía.