
martes 19 de mayo de 2009
Mi ropa por fin secando.
En un día normal respiramos entre 17.280 y 23.040 veces. Eso dependiendo si lo hacemos 12 o 16 veces por minuto. Obviamente las emociones o esfuerzos incrementaran el ritmo.
Lo importante es que generalmente no somos conscientes de eso y lo realizamos en forma automática.
Ahora mientras estoy sentado al sol en un banco de madera en el frontis del albergue de Santa Irene, siento claramente la entrada y salida del aire a través de mis pulmones.
Soy consciente de ello y al mismo tiempo agradezco el cálido abrazo del sol junto a la tibia caricia de la brisa.
Además escucho grillos o cigarras que cantan compitiendo con pájaros y soy feliz.
Me siento vivo y feliz de estarlo.
Igualmente sé que tal como este viaje que terminará en 20 o 30 km, mi vida también tiene fecha, ignota, de término.
Espero que aún pueda disfrutar de más momentos como estos, sintiéndome vivo y feliz de estarlo.
De pronto, de la nada, surge un curioso hombrecillo.
Es un anciano vestido todo de blanco y que avanza a pasitos cortos arrastrando su maleta sobre un entramado de ruedas.
Ciertamente es japonés por sus rasgos.
No viene del camino donde he visto ya pasar a tantos viajeros.
Aparece de un costado del refugio, que como bien sé está aún cerrado.
Mientras pienso de donde viene y que hace en este camino, ya que claramente sus pasos y atuendo no hacen posible imaginar que como yo ha caminado 20 km para estar aquí, veo que se acerca a mi.
Hace una atildada reverencia y algo me dice.
Parece inglés pero la verdad no entiendo nada.
Intrigado a mi vez hago algo como su reverencia y al saludarlo le pido repetir sus palabras.
- Excuse me Sir, may i help you?
En ese momento mientras repite su parrafada veo una cierta inquietud en su mirada.
Creo entender que me pregunta por el sitio de detención de autobuses y como eso está a pocos pasos me levanto y lo acompaño a ello.
Espero ver allí una hoja con los horarios pero lamentablemente no hay nada.
Le explico la dirección a Santiago, donde creo va y deseo la mejor de las fortunas en su viaje al despedirme. Ciertamente estoy inquieto pero no creo ser capaz de más.
Escucho su Arigato con la correspondiente reverencia y vuelvo al albergue.
Para mi ya es el señor Arigato y espero que tenga el mejor de los destinos posibles.
Paul, a la distancia me miraba y con algo de socarronería sonreía.
Poco después mientras me inscribía en el albergue recién abierto lo veo reaparecer con sus pasitos cortos y arrastrando su maleta para dirigirse a la encargada.
Preferí salir rápidamente hacia mi lecho designado y eludir compromisos mayores algo intrigado por su estado anímico.
Al descender luego de dejar mi mochila y un breve aseo, lo veo que sigue intentando aclarar algo con la evidentemente desconcertada hospitalera.
Intenté mediar pero nuevamente no logré entender nada.
Mi curioso anciano japonés se mostraba cada vez más enfadado y bastante molesto se alejó de nosotros. En ese momento sacó de un bolsillo un resplandeciente y moderno teléfono celular e hizo una llamada.
Comenzó a hablar en lo que creo era japonés.
Finalmente creí entender que ocuparía un lugar en el albergue mientras un amigo venía a buscarlo.
Satisfecho así lo indiqué a la encargada y me alejé creyendo la situación resuelta y superada.
Luego de hacer un amplio y necesario lavado de la mucha ropa que había acumulado sucia decidimos ir a cenar a un hostal que habíamos visto temprano y quedaba 2 km atrás.
En la foto falta el pollo asado y las papas fritas, pero se aprecia la fuente con sopa con que comenzó la cena.
Al volver al albergue ya con la intención de dormir para la última o penúltima jornada del camino veo con estupor que en la cama inmediatamente adyacente a la mía se está instalando el Sr. Arigato.
Debo confesar que en ese momento temí por la noche que venía y Paul participó de mis aprensiones al señalarme que si lo escuchaba gritar ¡Banzai! saliera arrancando, mientras reía.
Mientras intentaba dormir lo vi trajinar para arreglar su saco y se colocó la más moderna mascarilla que jamás había visto. En ese momento estaba comenzando lo que se conocería como epidemia de gripe porcina y me pareció sensato lo que hacía. Al cabo de varios trajines y algunas idas y venidas se instaló finalmente para dormir.
Afortunadamente esa noche dormí bien y no sentí nada raro.
Muy temprano desperté y lo sentí que comenzaba a prepararse. Con precaución y sin flash saqué su foto.
Él fue una de las primeras personas que se levantó ese día.
Cuando salí algo más tarde junto a Paul, ya no se veía por ninguna parte.