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domingo 10 de mayo de 2009

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En la vieja Africa al este del valle del Rift hacia el océano Índico predomina la sabana.
Esto a diferencia del lado oeste más selvático.

Yves Coppens, paleontólogo francés y uno de los descubridores de Lucy, la Australopithecus más bella y famosa, plantea que en el mioceno se produjeron importantes cambios en el relieve terrestre de esa zona. Así el Rift conformó una barrera orográfica con lo que las lluvias comenzaron a escasear hacia las regiones orientales. De este modo al este, hacia el océano Índico, las selvas se convirtieron en sabanas.
Los simios que allí vivían debieron adaptarse a este nuevo hábitat y abandonar los árboles para comenzar a caminar.
Ese sería uno de los más importantes impulsos para la aparición de la especie humana.
Esta nueva especie, erguida en sus dos pies, pudo recorrer toda la superficie terrestre en busca de sustento.
Y comenzaron a caminar, a recorrer cada vez más grandes distancias.
A descubrir otros pastos, a olvidar el camino de retorno.

Esos pensamientos me llegan mientras a mi vez camino.
Mientras camino pienso en otros pasos dados en ida o vuelta del colegio y sobre todo en los que me acompañaban.
En tardías caminatas al lado de la niña que me deslumbraba y como la luna y su magia permitió un tímido beso.
Caminar al lado de un camarada universitario mientras soñábamos un nuevo mundo y el mundo real se precipitaba hacia la locura.
Caminar sin rumbo luego de una fiesta sin ganas de volver a casa.

Dicen que al erguirse y comenzar a caminar en dos pies los simios se hicieron humanos.
Liberaron las manos lo que obligó a crecer al cerebro.
Horizontalizaron la pelvis, lo que unido a mayor tamaño cerebral, hizo nacer crías más inmaduras.
Crías que por esa inmadurez dependían en mayor medida del cariño y cuidado de sus progenitores, en especial la madre, para sobrevivir.
Inmadurez que facilitó mayor plasticidad del sistema nervioso y adquisición de nuevas habilidades.
Esto favoreció la aparición de grupos o clanes que facilitaban la supervivencia y asimismo el desarrollo del lenguaje y otros modos de comunicación, gérmenes de cultura y tradición.

En nuestra época esa historia nos permite al caminar, una vez superado los temores al fracaso o el infarto de miocardio, una sucesión de pasos que facilitan un cálido divagar.

Recibimos como herencia un aparato locomotor tan maravilloso que hace posible que un macizo y casi sesentón sedentario del siglo XXI se eche al hombro una mochila y pueda sin mayor preparación recorrer 320 km en dos semanas con el mayor deleite de su vida.

Y así cuando ese sesentón siente que ya lo ha conseguido, que la mochila casi no pesa, que la meta no es un asunto de temer, que lo importante es el deleite del aquí y ahora, cuando ha disfrutado de una deliciosa comida y se permite un suave deambular de pronto descubre a lo lejos una estatua.

Otra más.

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Ya conoce las de Oviedo y duda que pueda superar a la Regenta, hermosa mujer a la que admiró y deseó acompañar en su paseo y, por que no, mejor en su descanso.
Esta aparece más tosca.
Así con un poco de suficiente impertinencia me acerco.

Y me llama la atención algo en su actitud.
Tal vez es decisión lo que revela su paso.

¿Que cresta es esto?

Y la veo.

Y leo la dedicatoria a sus pies.

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Y comienzo a llorar.

Lloro por el primer Cienfuegos, que probablemente ni siquiera era Cienfuegos y cogió su hatillo y partió en busca de un nuevo mundo.
Lloro por lo que dejó atrás para nunca recuperar y por lo que logró, de lo que soy un humilde heredero.
Lloro por todos aquellos que salieron y salen de su casa para no volver.
Lloro por aquel amigo que en un casino universitario me advirtió que venían tiempos difíciles y debió cambiar de país y amigos.
Lloro por mi que estoy solo con mi mochila tan lejos de todo y tan feliz, aprendiendo, por fin, que lo que necesito es muy poco y ciertamente menos de lo que creí.

Recuerdo el llanto que me estremeció cuando mi hijo mayor, Rodrigo, recién recibido partió a seguir estudios en Francia.

El mismo que se renovó con la partida a su vez de Daniela, mi niña, a USA acompañando a su marido y con mi primer nieto en brazos.

Y más que nada por mi valiente hijo JP capaz de meter sus miedos e ilusiones en otro pequeño atado y partir sonriendo a una nueva vida en otro continente.

Si, esa tarde lloré.